CONMEMORANDO EL ULTIMÁTUM DE LA MERCED - 1RO DE JUNIO.
A la altura de la Iglesia de La Merced, en la plazuela en que se levanta la estatua del mariscal Castilla a trescientos metros de la Casa de Pizarro, se encontraba la vanguardia de la fuerza y la tropa de asalto que había ocupado todo el barrio y mantenía el grueso de sus efectivos en la Plaza Mayor. El choque era inevitable.
El primer ataque se produjo con una copiosa lluvia de bombas lacrimógenas, que en realidad hicieron más daño al semiasfixiar a la gente que se encontraba adelante y al estallar en el cuerpo y las cabezas de algunos de los manifestantes. El propio candidato, al caer por la asfixia de quienes lo llevaban en hombros, fue casi triturado por la muchedumbre que desesperadamente buscaba aire puro que respirar. La brutalidad del ataque fue tal, que a la salida de una actuación en un local público de la calle Concha, a siete cuadras de distancia, la gente sintió los efectos de los gases.
La gallarda multitud no se desmoralizó con este primer choque. Belaunde Terry, sobreponiéndose a la dolorosa lesión intercostal que le produjera la apretura, trepó la reja de una firma comercial y arengó a sus masas.
Restablecida momentáneamente la calma y alentado el pueblo por la presencia de su líder, se replegó el crucero del jirón de la Unión y el jirón Cusco, quedando la fuerza pública a una cuadra de distancia y, vacía, como la tierra de nadie entre trincheras, la limeñísima calle La Merced.
Una camioneta con altoparlantes sirvió de sede al comando rebelde: "De aquí no nos movemos", expresó Belaunde. Y hablando hacia el local del diario La Prensa cuyos redactores estaban en los balcones, les dijo: "Llamen al Jurado Nacional de elecciones y digan que le concedo un plazo de media hora para que inscriba mi candidatura a la Presidencia de la república. Si no lo hace, atacaremos Palacio con nuestros puños...". El Pueblo acogió entusiasmando el ultimátum.
En esos dramáticos momentos se hizo presente, por la calle de La Merced, paso a paso, un nutrido piquete de caballería. Era evidente que la fuerza, desconcertada por la valiente reacción ante las bombas y los disparos de fogueo, había resuelto emplear el sable para disolver la concentración.
Ya tenía en sus manos la bandera nacional que le había alcanzado uno de los miembros del comité de Surquillo.
El oficial que mandaba la caballería, midiendo su responsabilidad, ofreció esperar el vencimiento del plazo, que corría con el tic tac del reloj. Entre los aplausos de la multitud se retiró la caballería.
Entonces avanzó Belaunde a pie, con la bandera, hasta el sitio donde se encontraba la fuerza motorizada y el grupo de la guardia de asalto, bien armados con fusiles, protegidos con máscaras y un copioso arsenal de bombas lacrimógenas.
Enérgicamente increpó su conducta al jede de ese destacamento. "Hago responsable al general Odría por este atropello. Me están negando la adhesión de mis conciudadanos. Aquí están en persona para acreditar su lealtad a mi causa. Y como en Lima, los hay por millares en toda la República. La fuerza pública no puede estar al servicio de la arbitrariedad y el atropello...".
El oficial respondió que él no tenía nada que en cuanto a la inscripción de candidatos y que cumplía
órdenes "superiores" de disolver a la fuerza la manifestación. "Perfectamente - respondió Belaunde -, quiere decir que yo me sentiré honrado de caer aquí, en la puerta de la Iglesia de La Merced y al pie del monumento a Castilla".
El ambiente de tensión se hacía cada vez más dramático. En esos momentos se apareció Miguel Dammert Muelle, coordinador de la candidatura, quien había pasado la tarde en espera de la decisión del Jurado Nacional de Elecciones. Dammert, un hombre jovial, lleno de sentido de humor, parecía otra persona.
Evidentemente indignado se dirigió esta vez a la multitud, censurando acremente al Jurado Nacional de Elecciones por la resolución cuya lectura escuchó, había denegado la inscripción de la candidatura presidencial surgida del pueblo mismo.
Tomando el micrófono y portando el bicolor nacional en sus manos, Belaunde ordenó entonces el ataque, poniéndose a la cabeza del grupo que avanzó nuevamente hacia La Merced.
Desde los balcones, damas limeñas lanzaban flores a los valientes manifestantes. Ordenó Belaunde que un grupo retuviera el crucero Unión-Cusco para evitar que fuera copado por las fuerzas del gobierno. Avanzó entonces, lentamente, con pasmosa serenidad.
Al llegar a la Iglesia, un nuevo bombardeo y disparos al aire recibieron a la indefensa multitud que, esta vez, tenía a su líder en primera fila. Sobreponiéndose al dolor, Belaunde continuó el avance hasta pocos metros de la compacta línea de defensa.
Viendo que las bombas y los disparos eran ineficientes, la policía lanzó entonces el vehículo blindado especial, importado de Alemania, para disolver manifestaciones a base de potentes descargas de agua. Bien perpetrados detrás de láminas de acero, detuvieron el choque los hombres de Odría. El candidato y la bandera peruana que llevaba con él cayeron, empapados ante el impacto a gran presión del agua, mientras angustiados sufrían los manifestantes la asfixia producida por la lluvia de bombas lacrimógenas.
Valientes fotógrafos de los diarios, víctimas también del encuentro, no cesaban de cumplir su misión e imprimían las placas que han dejado un testimonio gráfico irrefutable de esta honrosa jornada cívica.
Reunido el Comité Político en el crucero que ya se había bautizado como encrucijada de la Libertad acordó replegarse a la Plaza San Martín, donde por su amplitud, perdería eficiencia las bombas que habían dejado tendidos a veintidós heridos, encajonados en las estrechas calles de la calle La Merced.
La multitud inició entonces una batalla, construyendo barricadas a la entrada del jirón de la Unión donde, una vez más, intentó valientemente contener a la fuerza pública. La tropa, desde los pisos altos del edificio San Martín, lanzaba bombas a mansalva.
Belaunde Terry, al pie del monumento al Libertador, impartía las órdenes y mantenía el comando. El local del Círculo Militar está a pocos pasos. Ingresó Belaunde Terry a él, solo, dejando a su gente afuera y pidió hablar con el oficial de mayor graduación ante quien denunció enérgicamente los desmanes del gobierno.
El Comité Político, que en ningún momento abandonó a su líder, ordenó retornar al local central de la calle Tarapacá para deliberar y tomar definitivamente las medidas de emergencia que ya estaban previstas. LAS voces de "paro general" y "revolución" se escuchaban con eco ensordecedor. A los balcones de la avenida Nicolás de Piérloa se asomaban las mujeres aclamando a los manifestantes.
Suplemento: 1º de Junio, Día de la Lealtad. Secretaría General de Difusión de Acción Popular. Pág. No 7. 1º de junio de 1983.
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